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Cometas, vientos y colores


En mis tiempos de infancia y primera juventud, mayo daba inicio a un largo período de festejos y momentos de encuentro, celebración y goce. Sí, con mayo llegaban las primeras comuniones y con ello las primeras fiestas, acompañadas éstas del día de la madre; junio y julio eran la finalización del año escolar – grados, angustias, pérdidas de año y paseos como premio, período decorado con el día de los ahijados y sus coloridas macetas.


Agosto y sus vientos llegaban para elevar sueños con nuestras cometas, elaboradas ellas con papelillo, plástico, papel periódico o cualquier elemento que resistiera la fuerza de los vientos y el tamaño de nuestra cometa; definido éste por el tamaño del tarugo de guadua que se consiguiera y el calibre o grosor de la piola que soportara. Llegaba septiembre y con él, el regreso al colegio: estrenar libros, cuadernos, pantalones, camisetas y zapatos –todo nuevo-. Luego llegaba octubre y la fiesta de los disfraces o día de las brujas, luego sería el Halloween, perdiendo parte de su encanto bucólico y artesanal; y ya para terminar noviembre y diciembre que eran como lo mismo porque los totes, papeletas y el azufre con potasa empezaban a circular apenas entrado noviembre.


Habrá que decir que ese período de fin de año – vacaciones – inicio de año lectivo, el centralismo monárquico colombiano nos lo quitó al abolir el calendario B e imponernos, con dudosos discursos administrativos, el calendario A. Igual nos sucedió con el día de las brujitas y su muestra artesanal de disfraces y transformaciones, reemplazado por encuentro en el centro comercial y el encierro de la unidad residencial; el 7 de diciembre, las velitas y las bombas de agua han pasado a ser parte del recuerdo de unos pocos, so pena de ser catalogados como antiambientalistas por derrochar el precioso líquido.


Pero una tradición que se conserva a pesar de la industrialización y su respectiva comercialización es la de agosto y sus cometas; todavía es normal ver a la muchachada, sobre todo de los sectores populares, cortando tarugos, puliendo estructuras, amarrando tirantes de piola y cola, decorando con materiales de todo tipo sus cometas y, por qué no, pensando en cómo capar piola de otras cometas.


Pero debo decir que, no sé si sea por el Niño o la Niña, por Irma o por José, los terremotos de Italia, México o Guatemala o todos juntos y condesados en el cambio climático negado por los grandes industriales y el poder económico, pero este agosto que acabamos de pasar fue gris, opaco y aburrido, el cielo de Cali no fue adornado por las nubes de colores de las cometas, la muchachada no salió en gallada, combo o parche a elevar cometas en el Parque de Las Banderas, los parques o peladeros del barrio o las lomas de San Antonio, Libertadores, San Cayetano, en general, en la ladera. Fueron pocas y solitarias las que pude ver decorando el atardecer de mi Cali soleada, fueron pocas y hasta bajitas las que volaron.


Más que una imagen de una Cali bucólica, más que una añoranza de las canas y los recuerdos, mirando en los farallones a pico de loro, cristo rey y las tres cruces, me pregunto por los aires y los vientos, por el agua y la brisa arrebolada, por el verde del valle, por una madre tierra que se agota y se desangra y entonces prefiero afianzarme en el recuerdo de Willi Colón con su tonada “Cuando niño ya tenía en el mirar, esa loca fantasía de soñar, al igual que el papelote que elevándose entre nubes con un viento de esperanza, sube y sube”


William Rodríguez Sánchez

Maestro de escuela y de la calle.


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